sábado, 14 de junio de 2014

Arrepentidos pero… ¿convertidos? (2° parte)



Arrepentidos pero… ¿convertidos? (2° parte)
Escrito autóctono

Continuación:

Momentos antes de partir de este mundo, el Señor no habló más del arrepentimiento añadiendo: “…porque el Reino de los cielos se ha acercado”; tampoco prolongó el bautismo de arrepentimiento como el de Juan el Bautista, sino creer y ser bautizado para ser salvo. Marcos 16:16 “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”.

En su predicación en Efeso, Pablo encontró a 12 discípulos que conocían y habían sido bautizados con el bautismo de arrepentimiento en agua (aquel mismo predicado por Juan) pero él les llevó al bautismo ordenado por el Señor y les bautizó de inmediato en el nombre de Jesús. Ahora estaban listos para recibir el bautismo en fuego realizado por el Señor con el impartimiento del Espíritu Santo, del que anteriormente ni siquiera habían oído hablar. Hechos 19: 1-7

El sacrificio y resurrección de Cristo abrió las puertas a un Reino nuevo (el de los cielos) que vendría a ser establecido en los corazones de los hombres con la llegada del Espíritu Santo. Ahora el Reino de los cielos ya no estaba cerca, estaba en medio de y en los creyentes.

Pero ¿qué tiene que ver todo esto con estar arrepentido y ser convertido?

Veamos.

Interesantemente Cristo no habló de conversión a nadie. La razón es que se requería una diferente a todo lo conocido hasta ese momento. Una que sería operada por el Espíritu Santo en aquellos que creyesen y decidieran tal asunto por su propia voluntad. Una conversión a partir de la cruz. Convertirse significaba volverse a Dios pero ahora para hacerlo efectivo y permanente debía darse una transformación de otro tipo.

Esto aseguraría dos cosas: por un lado el lavamiento de pecados y por otro la estabilidad en los caminos del Señor; no como un cambio pasajero sino como uno permanente, que era el plan de Dios para los hombres.

La situación es que se requería el arrepentimiento, pero sin dejar de lado la conversión. No estamos hablando de lo mismo. En el primero se reconoce la condición de pecado en que se está y por ende la condenación a la que se está peligrosamente expuesto. En la segunda, la decisión de no continuar por el camino de perdición sino tomar el de salvación. Como decíamos antes, es posible que tengamos a muchos arrepentidos pero pocos convertidos.

El gran problema de esto es que el arrepentimiento no trata al pecado, pero el arrepentimiento seguido de la conversión sí. En otras palabras, mientras no halla conversión, los pecados están presentes y continúan produciendo muerte. Nada puede hacer Dios con quien se arrepiente pero no se convierte. Tampoco el Espíritu puede venir a morar en alguien que no esté convertido. Somos testigos de personas que lamentan haber asesinado o robado o quizá se percatan de haber dañado a alguien o sido infieles y están arrepentidos. Hemos visto hijos que se arrepienten de haber desobedecido a sus padres. Pero resulta muchísimas veces un hecho aislado. Es posible que recaigan y vuelvan otra vez a arrepentirse. Por eso, es que es imprescindible una conversión. Una en la que se toma una decisión en firme de no continuar igual, permitiéndole al Espíritu de Dios hacer lo suyo: transformar o mudar en otra persona. El deseo de Dios no es reparar a nadie, es cambiarla. La conversión provee ese espacio.

Continuará…