Arrepentidos
pero… ¿convertidos? (2° parte)
Escrito autóctono
Continuación:
Momentos antes de partir de este mundo, el Señor
no habló más del arrepentimiento añadiendo:
“…porque el Reino de los cielos se ha acercado”; tampoco prolongó el bautismo de
arrepentimiento como el de Juan el Bautista, sino creer y ser bautizado para
ser salvo. Marcos 16:16 “El que creyere y fuere bautizado, será
salvo”.
En su predicación en Efeso, Pablo encontró a 12
discípulos que conocían y habían sido bautizados con el bautismo de
arrepentimiento en agua (aquel mismo predicado por Juan) pero él les llevó al
bautismo ordenado por el Señor y les bautizó de inmediato en el nombre de
Jesús. Ahora estaban listos para recibir el bautismo en fuego realizado por el
Señor con el impartimiento del Espíritu Santo, del que anteriormente ni
siquiera habían oído hablar. Hechos 19:
1-7
El sacrificio y resurrección de Cristo abrió
las puertas a un Reino nuevo (el de los cielos) que vendría a ser establecido
en los corazones de los hombres con la llegada del Espíritu Santo. Ahora el
Reino de los cielos ya no estaba cerca, estaba en medio de y en los creyentes.
Pero ¿qué tiene que ver todo esto con estar
arrepentido y ser convertido?
Veamos.
Interesantemente Cristo no habló de conversión
a nadie. La razón es que se requería una diferente a todo lo conocido hasta ese
momento. Una que sería operada por el Espíritu Santo en aquellos que creyesen y
decidieran tal asunto por su propia voluntad. Una conversión a partir de la
cruz. Convertirse significaba volverse a Dios pero ahora para hacerlo efectivo
y permanente debía darse una transformación de otro tipo.
Esto aseguraría dos cosas: por un lado el
lavamiento de pecados y por otro la estabilidad en los caminos del Señor; no
como un cambio pasajero sino como uno permanente, que era el plan de Dios para
los hombres.
La situación es que se requería el
arrepentimiento, pero sin dejar de lado la conversión. No estamos hablando de
lo mismo. En el primero se reconoce la condición de pecado en que se está y por
ende la condenación a la que se está peligrosamente expuesto. En la segunda, la
decisión de no continuar por el camino de perdición sino tomar el de salvación.
Como decíamos antes, es posible que tengamos a muchos arrepentidos pero pocos
convertidos.
El gran problema de esto es que el
arrepentimiento no trata al pecado, pero el arrepentimiento seguido de la
conversión sí. En otras palabras, mientras no halla conversión, los pecados
están presentes y continúan produciendo muerte. Nada puede hacer Dios con quien
se arrepiente pero no se convierte. Tampoco el Espíritu puede venir a morar en
alguien que no esté convertido. Somos testigos de personas que lamentan haber
asesinado o robado o quizá se percatan de haber dañado a alguien o sido
infieles y están arrepentidos. Hemos visto hijos que se arrepienten de haber
desobedecido a sus padres. Pero resulta muchísimas veces un hecho aislado. Es posible que recaigan y vuelvan otra vez a arrepentirse. Por eso, es que es imprescindible una
conversión. Una en la que se toma una decisión en firme de no continuar igual,
permitiéndole al Espíritu de Dios hacer lo suyo: transformar o mudar en otra
persona. El deseo de Dios no es reparar a nadie, es cambiarla. La conversión
provee ese espacio.
Continuará…