El conocimiento nos debe
llevar necesariamente al amor
(Las 7 cosas que Dios pide).
3° parte
Escrito autóctono
Continuación…
“Estas cosas quiero… y el juicio” (Jeremías 9: 24)
Muchos hay que no comprenden el
juzgar pues cuando se les señala un mal accionar responden con las conocidas palabras
del Señor que están en Mateo 7: 1 “no
Juzguéis para que no seáis juzgados”.
Lo saben de memoria y lo recetan a diestra y siniestra pero la verdad y
lo que realmente hay en el corazón es que nadie quiere que se confronten su
pecado ni sus actos. Usan entonces el mandamiento del Señor mencionado más como
excusa que por el deseo de obedecerle.
Es un hecho que nadie debería juzgar
a otro así porque así. Pero hay argumento suficiente en la Palabra, que nos
muestra la forma correcta de utilizar el juicio, autorizándonos claramente a
que juzguemos. No hay contradicción, lo que falta es una clara comprensión de
la diferencia que existe en la forma de juzgar que coloca al que juzga en la
posición de juez y se cree como si estuviese libre de ser juzgado; y la forma
de juzgar que juzga con justo juicio mirándose así mismo en lo que va a juzgar
primera y necesariamente para comprenderse libre de lo que juzga si es que lo
está (1° Corintios 2: 15; 5: 1-3; 11:
31; 6: 1-8)
Nadie debería juzgar si antes no se
ha juzgado así mismo. (“el juicio
comienza por casa…” 1° Pedro 4: 17) Claro, porque como decía, el justo
juicio difiere del simple juzgar humano en que el que juzga está primeramente
pesándose a sí mismo pero también está anuente a ser pesado. No ocurre de otra
manera. Este es el juicio que la Palabra autoriza y manda. ¿Comprende entonces las
palabras: “el que de vosotros esté sin pecado...”? Así mismo estas palabras no
debían ser la “muletilla” que muchos también utilizan como excusa pero que dejan
incompleta obviando la parte justa que también dijo el Señor. Él mostró su
gracia preciosa con la expresión: “ni yo te condeno” pero añade el mandato justo
diciendo: “vete y no peques más”.
El justo juicio nos pone en balanza,
nos llama a ser ejemplo en lo que juzgamos, nos hace consientes de no ser reos
del mismo pecado que juzgamos; entonces podemos juzgar libremente y nuestro juicio
es justo. (“Bienaventurado el que no se
codena a sí mismo en lo que aprueba.” Romanos
14: 22)
El problema de todos aquellos
acusadores que trajeron a la mujer al Señor para apedrearla, no radicaba
específicamente en que fuesen pecadores. Finalmente todos lo somos también y
por ende nadie podría juzgar. Pero si por pecado no pudiésemos juzgar, entonces
no habría forma de que hiciéramos justicia. Su problema era que ellos
consentían normalmente tal costumbre porque de seguro ellos también
frecuentaban a ese tipo de mujer o al menos lo habían hecho alguna vez y ahora
venían como bonita cosa a apedrearla. Me atrevo a pensar que hasta el mismo que
estaba con ella en el pecado, estaba allí con una piedra en la mano listo para
lanzársela. ¿Por qué no le trajeron también para ajusticiarlo? Porque seguramente
era hasta uno de sus compinches.
Pero la Verdad no hizo más que
ponerles un espejo frente a sus narices demostrándoles que debían de matarse
ellos mismos a pedradas primero por el pecado que supuestamente venían a juzgar.
Y si agregamos todos los demás pecados de que eran reos, ni uno solo podría
quedar vivo entre ellos en realidad.
No puede usted pedirle a un hijo que
no use drogas si usted las usa. No puede pedirle que no maldiga si usted es un
maldiciente. No le puede pedir que no robe si usted acostumbra a tomar lo
ajeno.
Cristo confrontaba duramente el
pecado de los fariseos de manera frontal, no tanto por ser el Señor sino por el
ejemplo que les había dado. Ninguno de ellos podía reclamarle pues sabían por ese
ejemplo que lo que decía era cierto; no podían encararle de ninguna manera. “¿por
cual obra me apedreaís?” -les dijo alguna vez-(Juan 10:32).
Esta es la forma sana de juzgar. Esta
es la forma en que la Palabra nos autoriza para juzgar.
Continuará…