El conocimiento nos debe
llevar necesariamente al amor
(Las 7 cosas que Dios pide).
2° parte
Escrito autóctono
Continuación…
La misericordia que Dios pretende
que tengamos, es un atributo que busca mantenernos en la realidad de quienes
somos y cómo hemos sido tratados por Él. Muchas veces no recordamos lo que
fuimos, se nos olvida muy fácil que también estuvimos perdidos, caídos y
desechados. Nuestro trato para con los demás no toma eso en cuenta. Y es aquí
en donde en vez de hacer justicia como Dios la hace, nos convertimos en unos
juiciosos listos para lapidar al pecador. Pero Él nos recuerda “El que de vosotros esté sin pecado sea el
primero en arrojar la piedra…” (Juan
8: 7).
Muchos ya no recuerdan que Dios les
levantó, les sanó las heridas, les limpió y les vistió devolviéndoles la
dignidad que habían perdido; pero hoy miran de reojo al caído, no se atreven a
tomar de la mano al que está sucio y jamás abrazarían al andrajoso, no se
acuerdan del hambriento que tienen al lado aunque ellos sí tienen de comer. Ignoran
los zapatos rotos de su hermano aunque tienen pares de sobra en su casa, no montan
a los hermanos en sus automóviles o vehículos del año mostrando una frialdad de
corazón que no le importa aún que ellos puedan ir por sus mismos rumbos. Dan la
mano y la paz al hermano en una reunión junto el trillado “Dios le bendiga”,
más en la calle su filosofía es: cada quien en lo suyo.
¡Qué porquería de “hermandad”!
“Misericordia
quiero, y justicia y juicio” no el agravio, ni la indiferencia.
¡Cómo llegamos a convertimos en unos
elitistas; sumidos en estar bien nosotros sin importarnos los demás! Abrazamos
y acompañamos calculadamente a quienes en algún momento también nos podrían
abrazar y acompañar. Al “hoy por ti”
añadimos rápidamente el “mañana por mí”.
Accionamos por intereses, no por
amor.
La Justicia de Dios demanda un
precio, su Misericordia ve la impotencia del deudor y provee el pago. Sin
embargo hay Misericordia mucho antes que hubiese deudor y deuda. Es la
Misericordia la que mueve a Dios, pero también es ella la que salda la deuda, y
ahora Dios se place o deleita en continuar extendiéndola. (Miqueas 7: 18)
“Estas
cosas quiero… justicia…” (Jeremías 9: 24)
¿Que desea Dios al pedirnos que
hagamos justicia? ¿Cuál es la forma válida de hacer justicia?
La justicia claramente estipula la
no acepción de personas. La justicia no permite que el juicio se corrompa. Debe
llamar a las cosas por su nombre sin miramientos de ninguna clase pero siendo honesta
y pura. En ella se sustenta la solidaridad. Otra vez tiene que ver con la
condición misma del que la ejercita.
Hemos tomado en nuestras manos la
justicia pero no para ser justos sino para ajusticiar. Muy fácil somos jueces,
no porque juzgar sea malo, de hecho la Palabra nos insta y permite juzgar, pero
con justo juicio. Debe mediarse en el amor y la consideración de que también
nosotros somos débiles y propensos (1°
Corintios 10: 12; Gálatas 6: 1).
Si viviéramos conforme a la misericordia y el juicio y la justicia de Dios,
mucho se arreglaría entre nosotros pero no. Decimos conocerle pero no es
cierto. Mucho menos le entendemos.
La Palabra llama a la justicia coraza
pues es impenetrable. Es y debe ser una de las armas del creyente. (Efesios 6: 14). Pero también será una
corona que se le dará como galardón testificando del buen ejercicio que le dio
aquel que la recibiere (2° Timoteo 4: 8).
Dios es la fuente de toda justicia,
sin conocimiento de Él no puede haberla (Deut.
32: 4).
Se necesita imperiosamente creyentes
que se adiestren y apliquen en hacer justicia en medio de un mundo tan injusto.
Se necesita un pueblo de Dios que muestre la justicia tal cual es y no que
reproduzcamos las injusticias propias del mundo en nuestro seno.
Personas que levanten la voz frente
a las injusticias pero por convicción y ejemplo, jamás por religiosidad. Los
religiosos de la época del Señor estaban prestos a señalar, juzgar y hasta
condenar siendo ellos mismos unos hipócritas en los pecados que juzgaban.
Definitivamente hemos de haber sido
declarados inocentes. Un verdadero arrepentimiento ante Dios, que da fruto de
ello en el diario vivir, es la clave. Nadie en condición diferente puede
hacerlo. Un creyente justificado por Cristo, puede ahora establecer la justicia
de Dios pero siempre en consideración de sí mismo y fundamentado en la
misericordia.
Continuará…