sábado, 28 de junio de 2014

Arrepentidos pero… ¿convertidos? (4° parte)



Arrepentidos pero… ¿convertidos? (4° parte)
Escrito autóctono

Continuación:

Entonces ¿qué ocurrió conmigo? ¿Por qué estoy en la condición de pecado? La respuesta es: por el pecado que yo cometí, mi propio pecado, por lo tanto ahora yo soy el único responsable por él. Mi pecado me puso bajo condena de muerte y separación eterna de Dios. Dice la Biblia, “Por cuanto todos pecaron, están destituidos de la gloria de Dios”. Rom. 3:23

Aquí es donde la justicia de Dios se hizo doblemente manifiesta en mi favor. Primero, maravillosamente quitó de en medio el pecado del mundo que nos legaba como condena la muerte eterna (Romanos 5:12, Hebreos 9:26, 1° Pedro 4:1). Al vernos contaminados por el pecado, en una situación tan precaria, sin posibilidad alguna de que pudiésemos restablecer la comunión perdida y en condena irremediable, Él le puso solución a nuestro problema en Cristo. De nuevo se da de sí mismo por nosotros en la persona de su Hijo quien vivió una vida justa y sin pecado en este mundo. Él, que fue justo, tomó la condena de los injustos. Él, que nunca pecó, cargó con el pecado de toda la humanidad. El que era puro y santo, se hizo pecado; quien fue bendito, se hizo maldición. Quien era la Vida misma, decidió morir. Pagó el precio, destruyó al enemigo (Heb. 2:14).

Al principio Dios nos dio su aliento de vida para que fuésemos seres vivientes, y en Jesús vuelve a darnos su Vida para que volvamos a vivir. En el principio Él nos hizo a su semejanza, puros, santos; ahora Él tomaba nuestra semejanza de pecado y debilidad haciéndose uno de nosotros, para volvernos al nuevo hombre creado según Dios (Romanos 8: 3, Efesios 4: 24). Con el sacrificio del Cordero de Dios ocurrida en la cruz (un Cordero santo y sin mancha) Dios solucionó el pecado del mundo (“He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” Juan 1:29) Ya no existe, ya no está más. Note que no dice los pecados del mundo sino el pecado del mundo refiriéndose al principal y original.

Así como yo no tuve arte ni parte en el pecado de Adán y Eva, Dios que es justo tampoco permite que yo pague por ese pecado.  Lo que debo ahora son los pecados que sí cometí por mi propia cuenta.

Vemos ahora el segundo gran beneficio del perfecto sacrificio de Cristo. No solo quita el pecado del mundo, aquel que afectó a toda la raza descendiente de Adán y Eva; también lava mis propios pecados, todos aquellos con los que me volví enemigo de Dios, todos cuantos cometí que me condenaban eternamente. Entonces cuando genuinamente me arrepiento pero también me convierto a Dios, Cristo soluciona mi propio mal. Por eso Pedro dijo: “Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados” Hechos 3:19.

Ahora ya no se trata del pecado de una raza contaminada, sino del pecado de cada  hombre y mujer individualmente delante de Dios. Gracias a la preciosa sangre que Jesús derramó en la cruz del calvario, quedo como si nunca hubiese pecado. Ya no pesa condena sobre mí ni la muerte eterna por el pecado.

Cuando me arrepiento, reconozco la condición de pecado en que estoy producto de mi mismo pecado, pero Dios espera que también me convierta a Él para que el pecado no domine más mi vida, es decir lo arranca de raíz de mí. Ya no soy esclavo, me ha dado libertad. Muchos se arrepienten, inclusive piden perdón a Dios pero no continúan inmediatamente en el proceso de Dios: convertirse. Esto quiere decir que su situación sigue igual para con Dios puesto que no deciden volverse a Él. Arrepentirse no es suficiente. Arrepentirse es esencial pero es necesario convertirse a Dios para que los pecados sean borrados.

El hijo pródigo no solo se arrepintió de haber abandonado a su padre y haber pecado contra él; procedió a regresar. Se volvió a su padre. Llegó hasta él y no esperó siquiera ser recibido ya como hijo, le confesó su pecado. El padre lo recibió y lo restauró a su estado primero. No le permitió tan solo vivir con él, le devolvió su condición de hijo.

Continuará…