Lo
más leído (Top 20 de Publicaciones) PUBLICACIÓN 13 y 12
Seguimos compartiéndole esta serie sobre las
publicaciones más leídas de nuestro blog. Sin duda querrá leer los temas
completos para una mejor comprensión. Le instamos a hacerlo y para ello le
facilitamos en cada título su fecha de publicación para que pueda ubicarla en
nuestro archivero. Le bendecimos y
oramos al Señor porque cada publicación le ayude a cimentar su fe.
Publicación 13
Lo que Dios
bendice y lo que nosotros bendecimos (2º parte)
Ubíquelo en la fecha 26-12-2015
Escrito Autóctono
Continuación…
Para tener una visión más amplia de la bendición de
Dios, debemos mirar al principio mismo en que Él puso al hombre en el huerto
del Edén pleno de todo bien, es decir saturado de bendición en todas las formas
posibles. Le hizo santo, puro, inteligente, sano, amable, fuerte, totalmente
relacionado con Él y poseedor de toda la creación de Dios.
Para el hombre moderno la bendición significa tener
todo cuanto quiere; dinero, libertad, poder, felicidad a costa de lo que sea o
quien sea. Por eso lo que los hombres llamamos bendición es muy diferente a lo
que Dios nos muestra como bendición.
Para Dios, la bendición se identifica más en su misma
esencia de dador y de entregarse. Es
como deberíamos de asimilarla y practicarla. Dios nos bendice para que nosotros
bendigamos a los demás. La Palabra dice “mejor
cosa es dar que recibir”.
Ahora bien, si la bendición tiene que ver con palabras
y bondades de Dios para con nosotros y aún de nosotros hacia los demás, es
porque la bendición transmite siempre o da algo. Debemos entender cómo opera si
la emite Dios y cómo si la emitimos nosotros. Algo nos debe quedar claro, es
similar pero no igual.
Si revisamos la Palabra de Dios, nos damos cuenta
cuánta diferencia hay de cuando Dios bendijo algo o a alguien y lo que ocurre cuando
lo hacemos nosotros. Existe una diferencia bien marcada en la práctica de bendecir
en el antiguo pacto respecto al nuevo. Las cosas cambiaron ciertamente.
Por ejemplo en los tiempos antiguos la bendición
paterna era de tan grande importancia, que solo se tenía una y estaba reservada
para el hijo primogénito varón. No había ningún misticismo en el asunto, era
totalmente real. La magnitud de su importancia afectaba positivamente no solo a
la persona sino a su entorno y hasta a su descendencia. Los profetas por su
parte tenían en sus labios un poder especial al declarar una bendición sobre un
pueblo o una persona así como cuando declaraban una maldición. No bendecían o
maldecían adrede, se tenía como algo de cuidado y para un momento muy
particular; sobre todo bajo la dirección de Dios.
Para nosotros cambió el panorama, Dios nos ordena en
su Palabra que bendigamos siempre, nunca que maldigamos (Romanos 12: 14; Santiago 3: 10). Recordemos que hay un proceso
espiritual en progreso cada vez que se bendice o maldice verbalmente por lo que
la Palabra nos alerta a tener cuidado y mantener siempre en nuestros labios
bendición y no maldición. En Cristo la
bendición directa e ilimitada de Dios nos alcanzó a todos los que por el Señor
fuimos llamados a ser parte de su Pueblo. ¡Gloria a Dios! Y esa bendición de
Dios nos capacita para que bendigamos a otros. Ya no existe condenación alguna ni
maldición que nos afecte a partir de que Cristo nos lava con su preciosa sangre
(Romanos 8: 1). Si alguien maldice a
quien es bendito por Dios, la maldición se torna en bendición pero puede
volvérsele en maldición sobre aquel que la profirió. Si alguien le bendice, se
volverá la bendición sobre aquel que bendijo.
Continuará…
Publicación 12
Arrepentidos pero… ¿convertidos? (2° parte)
Ubíquelo en la fecha 14-6-2014
Escrito Autóctono
Continuación:
Momentos antes de partir de este
mundo, el Señor no habló más del arrepentimiento añadiendo: “…porque el Reino
de los cielos se ha acercado”; tampoco prolongó el bautismo de arrepentimiento
como el de Juan el Bautista, sino creer y ser bautizado para ser salvo. Marcos
16:16 “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”.
En su predicación en Efeso, Pablo
encontró a 12 discípulos que conocían y habían sido bautizados con el bautismo
de arrepentimiento en agua (aquel mismo predicado por Juan) pero él les llevó
al bautismo ordenado por el Señor y les bautizó de inmediato en el nombre de
Jesús. Ahora estaban listos para recibir el bautismo en fuego realizado por el
Señor con la impartición del Espíritu Santo, del que anteriormente ni siquiera
habían oído hablar. Hechos 19: 1-7
El sacrificio y resurrección de
Cristo abrió las puertas a un Reino nuevo (el de los cielos) que vendría a ser
establecido en los corazones de los hombres con la llegada del Espíritu Santo.
Ahora el Reino de los cielos ya no estaba cerca, estaba en medio de y en los
creyentes.
Pero ¿qué tiene que ver todo esto
con estar arrepentido y ser convertido?
Veamos.
Interesantemente Cristo no habló de
conversión a nadie. La razón es que se requería una diferente a todo lo
conocido hasta ese momento. Una que sería operada por el Espíritu Santo en
aquellos que creyesen y decidieran tal asunto por su propia voluntad. Una
conversión a partir de la cruz. Convertirse significaba volverse a Dios pero
ahora para hacerlo efectivo y permanente debía darse una transformación de otro
tipo.
Esto aseguraría dos cosas: por un
lado el lavamiento de pecados y por otro la estabilidad en los caminos del
Señor; no como un cambio pasajero sino como uno permanente, que era el plan de
Dios para los hombres.
La situación es que se requería el
arrepentimiento, pero sin dejar de lado la conversión. No estamos hablando de
lo mismo. En el primero se reconoce la condición de pecado en que se está y por
ende la condenación a la que se está peligrosamente expuesto. En la segunda, la
decisión de no continuar por el camino de perdición sino tomar el de salvación.
Como decíamos antes, es posible que tengamos a muchos arrepentidos pero pocos
convertidos.
El gran problema de esto es que el
arrepentimiento no trata al pecado, pero el arrepentimiento seguido de la
conversión sí. En otras palabras, mientras no haya conversión, los pecados
están presentes y continúan produciendo muerte. Nada puede hacer Dios con quien
se arrepiente pero no se convierte. Tampoco el Espíritu puede venir a morar en
alguien que no esté convertido. Somos testigos de personas que lamentan haber
asesinado o robado o quizá se percatan de haber dañado a alguien o sido
infieles y están arrepentidos. Hemos visto hijos que se arrepienten de haber
desobedecido a sus padres. Pero resulta muchísimas veces un hecho aislado. Es
posible que recaigan y vuelvan otra vez a arrepentirse. Por eso, es que es imprescindible
una conversión. Una en la que se toma una decisión en firme de no continuar
igual, permitiéndole al Espíritu de Dios hacer lo suyo: transformar o mudar en
otra persona. El deseo de Dios no es reparar a nadie, es cambiarla. La
conversión provee ese espacio.
Continuará…