El conocimiento nos debe
llevar necesariamente al amor
(Las 7 cosas que Dios pide).
4° parte
Escrito autóctono
Continuación…
“Saca la viga de tu propio ojo para
que puedas ver la paja del ojo de tu hermano...” Mateo 7: 3-5
El Señor no desestima que los
hombres miren la paja del ojo del hermano. Pero aclara que se debe revisar el
propio ojo primeramente. Una a una las recomendaciones que dio en este sentido
y la enseñanza que nos da la Palabra en términos generales va en esa línea. No
debemos obviarlo, sino someternos a la forma de la Palabra, porque haciéndolo
así, también nosotros estamos considerándonos a nosotros mismos como parte de
un cuerpo y ninguno se debe creer fuera ni exento de esta ordenanza del Señor bajo
ninguna circunstancia. Quien lo ignore, no solo desobedece lo que Dios
claramente estipula sino que está acumulando condenación para sí. (Romanos 2: 1; 13: 2)
Ahora bien, saber estas verdades no
debería dar pie a que broten cantidades de personas que crean poder juzgar ahora
sí, porque no es ese el fin del asunto, sino llamarnos a reflexionar en cómo lo
hemos hecho hasta ahora y nos abstengamos de juzgar lo más que sea posible porque
finalmente no todos estamos en la capacidad de hacerlo con el cuidado que se
requiere, por lo que es vital dejar que el Espíritu sea quien lo indique para
que resulte bien. La finalidad del juicio debe traer necesariamente en sí la
constricción del espíritu de quien es juzgado para llevarle al arrepentimiento,
no a su destrucción.
Esto producirá humillación en quien
es juzgado, sobre todo porque el que juzga también se encuentra en humillación
delante del Señor.
Acá entonces podemos analizar el
cuarto aspecto que forma parte importante de lo que Dios pide.
Miqueas 6 en su verso 8 nos lo
presenta:
“Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno, y qué pide El Señor de
ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios”.
La humillación es una de esas
actitudes que más mueve a Dios en favor del hombre y también que más ama de él.
Nada lleva al hombre al punto mismo de su realidad más que la humillación. Nada
permite a Dios hacer una obra más pronta en el hombre que verle humillado ante
Él. No es cuando el hombre es humillado (eso es otra cosa) sino cuando él mismo
en reconocimiento de su pecado, se humilla. “Un corazón contrito y humillado no despreciarás…” Salmo 51: 17
La altivez -contrario a la
humillación- es lo que más aborrece Dios en el hombre.
La humillación sabe reconocer el
error y se duele por él. No pide misericordia, sabe que no la merece. Se
presenta ante Dios sumiso y totalmente abandonado a su suerte. Dios dispondrá en
su soberanía lo que hará y no cuestiona absolutamente su designio.
No nos engañemos, la humillación no
es lo mismo que la humildad; es más profunda. La humildad podría reconocer su
pecado pero ciertamente no está arrepentido. Simplemente agacha la cabeza
avergonzado por haber sido descubierto más no se postra en dolor. Por ello no
es una actitud de humildad lo que se nombra en Miqueas sino una de
humillación. Fue la actitud del ladrón
en la cruz junto al Señor; no clamó por misericordia, tan solo ser recordado.
No solicitó nada para sí -como si lo hizo el otro ladrón con descaro-, pues
sabía que no merecía nada, y de por sí ya era demasiado tarde como para reparar
algo en su vida. Estaba perdido y eso era ineludible. Pero en su humillación Dios
le abrió el cielo plenamente.
Pasó exactamente igual con el hijo
pródigo; volvió en sí y regresó a la casa de su padre más no iba pensando en procurar
tomar nada, ni pedir ser restaurado a su anterior estatus de hijo sino al menos poder
ser un jornalero más. No pensaba en nada para sí pues reconocía que su mal lo
había hecho perder todo, aún hasta su condición de hijo. Pero el padre le
recibe y lo restaura.
La humillación es rasgar el corazón
ante el Señor y Dios lo recibe como una ofrenda de olor grato. Ella hace que
mostremos el corazón tal cual, sinceramente, sin querer ocultar nada. Al fin y
al cabo Dios conoce lo que hay en él aún si no se lo mostráramos, pero la
actitud de abrírselo por voluntad propia para que Él mire dentro, hace la
diferencia entre humillación y humildad.
Más no son muchos los que llegan a
eso. A lo sumo lo que las personas temen la mayoría de las veces es un castigo,
pero igual volverían a pecar de tener la oportunidad. Lo que los hombres
tenemos de sobra en nosotros lamentablemente es más orgullo que otra cosa. Creemos
que humillarnos ante Dios es indigno porque lo consideramos una debilidad.
Muchos prefirieron morir que humillarse ante Dios. Jamás habrían derramado ni siquiera una
lágrima de arrepentimiento ante Él.
Tal es la soberbia de muchos, que
les ciega al grado de la estupidez de tomar el camino de la perdición,
prefiriendo sufrir aún el castigo eterno antes de doblar su rodilla porque su
envanecimiento pudo más. Pudieron haber echado mano de la salvación y la menospreciaron
con jactancia. Judas fue un orgulloso
implacable que tomó su propia destrucción. Pudo haberse humillado como lo hizo
Pedro y haber sido restituido al lugar que le había sido dado por el Señor. No
tenía que perderse. ¿Acaso alguno de nosotros se libra de ser hijo de perdición
también? ¿Cuántos no hemos negado al Señor y le hemos vendido? ¿No fuimos
nosotros quienes le crucificamos? Judas no quiso humillarse afrontando con pena
su vergüenza en arrepentimiento y se fue al lugar que escogió por su arrogancia.
Sepamos cada uno de nosotros valorar
lo verdadero y la bondad infinita de Dios al darnos la oportunidad de ser
restaurados a pesar de cuán inmerecedores y pecadores somos.
¡Oh Gracia infinita de Dios que solo
pide mi humillación para declararme inocente, abriéndome el cielo de par en par
como si nunca hubiese pecado!
Continuará…