La Pecera - 1° parte de dos
Escrito autóctono
“Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos
hizo libres, y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud.” Gálatas
5: 1
Hace algún tiempo, mientras
visitaba a un amigo, me mostró una enorme pecera que mantenía por varios años.
Con profunda afición por ese pasatiempo el cual –según me dijo- amerita gran
cuidado, me explicó la atención que hay que poner en los tipos de peces que se
adquieren pues parece ser que hay algunos especímenes que no se llevan con
otros.
Me pareció muy interesante sin
duda y por cierto, muy atractiva distracción. Proyecta mucha paz mirar el mundo
de los peces de un acuario doméstico. En fin, me instruí bastante conversando
con él sobre su experiencia.
Mientras me deleitaba observando
cada detalle, de pronto Dios habló a mi corazón sobre ello. Un mundo dentro de
otro. Reflexionaba sobre el hecho de que esos peces parecen sentirse muy bien
en el ambiente artificial que el ser humano les ha construido. No se miran
preocupados por salir de allí. La pecera puede ser un espacio estrecho o amplio
desde nuestra perspectiva, pero para los peces, es lo que han conocido desde que
nacieron y no existe nada más. Es su único mundo y prácticamente su universo.
No se miran nadando con preocupación alguna o chocando contra las paredes de
cristal como si sintieran que hay más espacio que el que conocen.
Si pudiésemos comunicarnos con
ellos y contarles que existe el lago o el mar, no comprenderían en lo absoluto
de lo que les estamos hablando. Están acostumbrados al cautiverio pues nacieron
en él aunque tampoco sepan lo que significa estar en cautiverio como tal. Saben
que viven allí y eso es todo. Un día morirán sin haber conocido, ni haberse inquietado por que existiera algo más. Allí reciben su alimento de alguna forma
que tampoco entienden, obtienen oxígeno, están acompañados con otros peces,
nadan tranquilos, se les cambia el agua, no temen depredadores pues no los
conocen, la luz estará disponible instantáneamente y a alguna hora ya no estará
también de forma instantánea. Todo transcurre con total normalidad es su
limitada pero tranquila vida de pecera.
Mientras observaba atentamente
todo aquello, el Espíritu de pronto trajo una comparación con nosotros. De
hecho también nos acostumbramos al entorno de vida como creyentes en que
vivimos porque es todo lo que conocemos, nos enseñaron o hemos aprendido. Nos
hacemos naturalmente dependientes de ese ambiente con todas sus limitaciones
aunque ni las percibamos. Es nuestra forma de vivir lo que llamamos cristianismo.
Si de pronto alguien nos habla de libertad fuera de ese ambiente que conocemos,
nos extraña y aún nos produce temor. No lo digerimos porque nos parece absurdo
que haya quizá algo más de lo que conocemos. Si se nos dice que inclusive es
mayor a lo que conocemos, nos resulta peligroso considerarlo. Si por alguna
razón llegásemos a dudar de que aquello que vivíamos como nuestro universo no
era el todo, nos podemos llegar a sentir extraños e inadaptados. Casi como una
locura. La verdad, preferimos no atrevernos.
Recordé como de niño vivíamos en
una zona cercana a un río y algunas veces íbamos en busca de olominas, también
conocidas como aluminas o gupis, para improvisar peceras en frascos en nuestras
casas. Debíamos colocar una cubierta en los recipientes que les permitiera
respirar pero a la vez que no pudieran saltar hacia afuera pues no estaban
acostumbradas al cautiverio. En ocasiones, lográbamos traer alguna preñada la
cual paría en cautiverio e interesantemente esos pequeños peces se criaban en
los frascos y nunca intentaban salirse.
Sí, -me decía el Señor-; no
podemos llevar un pez de un ambiente a otro sin que represente un peligro aún
para su vida. El que nació en la pecera no sobrevivirá en un entorno libre, pues
no sabe cuidarse a sí mismo ni encontrar alimento por sí solo, además de que será
presa fácil para el primer depredador. El silvestre, luchará por su libertad y
tratará de recuperarla saltando fuera de donde ha sido puesto.
Continuará…