Doctrinas y prácticas evangélicas en el ojo del escrutinio. 97° Parte
Continuación…
Más si le conoce por medio del único que podía revelárselo el cual es Cristo, la muerte es el paso a la mayor experiencia de vida que nadie alcanza en forma alguna a imaginar.
Ningún creyente verdadero dirá para nada que la muerte, cualquiera sea, es una tragedia, porque ella no toma por sorpresa a ningún hijo de Dios. Él está preparado a cada instante viva mucho o viva poco, porque ya la solucionó en su interior al confiar en Dios.
Lo que sí podemos decir con toda seguridad es que la muerte para todos será un cambio drástico igual como lo fue nacer. Es pasar de un momento a otro, de una condición a otra totalmente diferente.
La muerte sin importar cuál sea, para quien es hijo de Dios no solo representa la más grata manera de regresar a la que es verdaderamente su casa, su sitio para nada extraño porque provino de allí antes de estar en este mundo, es decir supremamente más que la mayor y mejor experiencia de vida que pudiese haber experimentado en esta existencia. Ya lo dijo el sabio escritor de Eclesiastés en la biblia: “Mejor es el día de la muerte que el día del nacimiento”, (Eclesiastés 7: 1).
La mayor y mejor emoción que la vida jamás pudo brindarle en ninguna manera. Es de hecho lo prometido en la Palabra cuando lo llama: ganancia (Filipenses 1: 21).
Más no es por lo maravillo y sublime de lo que está reservado allí para los que creemos en Cristo lo que nos hace seguirle, tampoco el huir de la horrible y eterna separación de Dios que espera al perdido lo que nos hace temerle, no; es amor, inentendible e incomparable amor con el que nos ha amado y nos ha permitido conocerle a quienes fuimos antes sus enemigos. Tal e inagotable amor que está brindándonos a cada instante, nos extasía al punto que no importa si no hubiese más que esta vida.
Continuará…